martes, 10 de abril de 2007

¿IDENTIDAD?¿QUE IDENTIDAD?


Estamos acostumbrados a escuchar en cada vez más medios la necesidad de defender nuestra identidad frente a las amenazas externas representadas, según estos mismos medios, por la cada vez mayor presencia de inmigrantes y el efecto negativo del islam en nuestras sociedades, lo que implica en definitiva una falta de integración de los foráneos.

Tal vez sea el momento adecuado para replantearnos una vez más el auténtico significado de la identidad. La problemática surge con la aparición del concepto de nación en escena, y a partir de entonces se comienzan a confundir ambos términos. Por esto mismo es preciso aclarar qué es una nación, cómo surge ese concepto en los tiempos modernos, para simultáneamente definir lo que es la identidad.

El concepto moderno de nación hace su aparición a finales del s. XVIII, y muy especialmente con las revoluciones que se dan en aquella misma época. Más adelante, en el s. XIX, se desarrollaran formas diferentes de definir una nación, y así nos encontraremos con la escuela alemana y la escuela francesa. Pero lo que aquí nos interesa es esclarecer qué definición de nación ha terminado triunfando, y por tanto poner de manifiesto qué es lo que hoy se entiende como nación.

Así pues, con la emergencia del tercer estado encarnado por la burguesía y los comerciantes, la monarquía fue incrementando su dependencia económica con esta clase social en la medida en que era esta la que le proveía de los recursos económicos necesarios para llevar a cabo la política de conquista colonial y las diferentes guerras. Esto produjo el progresivo endeudamiento lo que situó a la monarquía en una difícil situación para pagar las deudas contraídas, lo que dio lugar a un incremento de los impuestos sobre la nobleza, el clero y el campesinado. Esta situación fue la que desembocó en las subsiguientes revoluciones dirigidas por los burgueses, quienes ante la imposibilidad de acceder al poder político debido al sistema jurídico estamental que impedía la movilidad social, aprovecharon el descontento entre la población para apoyarse en esta y conquistar el poder destronando al monarca absoluto; destacar que en el antiguo régimen existían varios estamentos, el del soberano representado por el monarca, la nobleza junto al clero constituían el segundo estamento, y finalmente el estamento de los productores cuya representación la ostentaba la burguesía.

Con el derrocamiento de la monarquía absoluta se produjo una radical transformación en la sociedad y en las estructuras de poder. Se suprimió el orden jurídico que fundamentaba el antiguo régimen y se impuso la igualdad ante la ley, lo que en la práctica supuso la abolición del orden estamental y el imperio de la ley. Con este nuevo orden jurídico, representado sobre todo por la Constitución, se limitó el poder del propio Estado.

Se suprimieron los cuerpos intermedios y se culminó la centralización del poder político y la concentración de los ingresos del Estado a través de un sistema fiscal burocratizado. La igualdad jurídica eliminó los restos de la antigua sociedad y en el orden económico permitió el establecimiento del libre mercado y la aparición del trabajo asalariado. Además de esto se instauró la figura del ciudadano como sujeto portador de derechos civiles y políticos, pero que al mismo tiempo tenía una serie de obligaciones como la de pagar impuestos. La condición de ciudadano únicamente la tenían quienes disponían de una determinada renta y la posesión de una hacienda. Sólo los ciudadanos tenían derecho a participar en política eligiendo representantes o siendo elegidos, imperaba así el sufragio censitario. Fue de este modo como el dinero pasó a ser a partir de entonces la fuente real de poder.

Una vez destruido el antiguo régimen, con la igualdad jurídica de todos los habitantes de un Estado y suprimidas las castas que hasta entonces habían prevalecido, se dio el crecimiento y la expansión del mercado que hasta entonces había estado restringido y controlado por el poder político, ahora había abarcado ya la dimensión del propio Estado incluyendo a toda la población, la era de masas no había hecho más que comenzar. Con las revoluciones industriales se extendió la producción en masa así como también el consumo de masas, al mismo tiempo que el Estado organizaba la educación del conjunto de la población para transmitirles una conciencia nacional.

Con la toma del poder por parte de la burguesía se dio lugar a una refundación del Estado y por tanto de la nación. La burguesía era la que acaparaba los medios de producción y quien controlaba la financiación de los Estados. La capacidad tanto material como económica de esta clase social fue la que facilitó la divulgación de sus ideas ilustradas durante el s. XVIII, y más adelante la movilización del pueblo llano en la toma del poder. Es notorio el hecho de que los propios burgueses llevaban a los empleados de sus talleres a las manifestaciones y protestas contra las autoridades políticas.

Con estas revoluciones se produjo la definitiva consolidación del Estado-nación, y el Estado fue refundado a través de las nuevas estructuras de poder establecidas, que constituían la objetivación política de la ideología ilustrada y liberal de los revolucionarios. La nación, entendida ya como Estado, era creada a partir del consentimiento expresado en el contrato social, a partir del cual los individuos libres e iguales dieron lugar a la constitución de una institución política común que detentara el ejercicio de la violencia legítima. El Estado pasó a ser la nación constituida.

El nuevo sistema político instaurado era el resultado de la creación de una serie de leyes e instituciones por quienes disponían de la capacidad material y económica de tomar el poder por la fuerza, para acto seguido instaurar un orden a la medida de sus intereses económicos de clase social reflejados por la ideología liberal. A partir de entonces el Estado pasó a convertirse en el principal instrumento de dominación de la clase económica dirigente.

La legitimidad del sistema político vendría dada a partir de entonces por la voluntad de las masas en la medida en que se fue democratizando el régimen. Así, quien dispusiera de mayores recursos económicos podría lograr una mayor influencia sobre las masas para persuadirlas y recabar de esta manera su apoyo respaldando su candidatura en el ascenso al poder político.

Las naciones modernas han sido fundadas siempre por la clase burguesa, que se ha encargado de destruir los rescoldos del antiguo régimen para establecer un nuevo orden y un nuevo Estado, donde las estructuras de poder sirvan para la dominación de una clase sobre las demás y consecuentemente para que los intereses de esta prevalezcan sobre el resto. Las leyes resultan la expresión de la voluntad de las clases económicas pudientes, por lo que no son más que el resultado de la política de dominación que ejercen sobre el resto de la población, que es justamente lo que les permite de manera oficial detentar un estatus hegemónico en la escala social.

La burguesía como centro económico en un determinado territorio ha sentido la necesidad de hacerse también centro político, por lo que el destronamiento del monarca absoluto y su ejecución representa dentro de la historia el fin de una era y el comienzo de otra muy diferente pero que se venía gestando en la fase anterior. Las contradicciones llegadas a su apogeo estallan en una confrontación que da como resultado una nueva situación, la cual constituye la superación sintética del estadio anterior.

La definición de nación que ha triunfado ha sido aquella que la define en términos políticos, la cual genera una identidad a partir de las estructuras de poder que la organizan y constituyen, y que como acabamos de ver reflejan los intereses de una clase, teniendo su base y origen en el dinero. Esta definición ha triunfado en la medida en que es la que impera en el ámbito de las relaciones internacionales, siendo los Estados los que detentan la representación oficial de la nación y en torno a los cuales se organiza el propio orden internacional.

La nación, más allá de ser una realidad natural que se sitúa más allá de la historia, supone una construcción histórica en un determinado momento, respondiendo a los intereses de una determinada clase social por expandir su mercado, incrementar sus beneficios y tener acceso al poder político. A partir de aquí nace la nación como construcción histórica, siendo más un concepto económico ideologizado que una realidad tangible más allá de esas estructuras de poder que la han fundado. A partir de entonces la nación fue la dadora de identidad para los habitantes de su territorio para generar homogeneidad social y cohesión, de tal modo que las diferencias culturales no constituyeran un impedimento. Las estructuras políticas pasaron a ser el eje central de la seña de identidad de los miembros de una nación: instituciones, Constitución, sistema jurídico, himno, bandera, moneda, lengua común, etc...

La construcción de la nación moderna estuvo marcada por la ideología liberal, que fue justamente la que le dio el soporte y el revestimiento ideológico preciso para su fundación a través del Estado. El liberalismo, inspirado por los valores de las clases económicas pudientes, viene a respaldar y legitimar las estructuras por ellas creadas, y es el fiel reflejo de los intereses de clase. Desde entonces entre el Estado y el ciudadano no existiría absolutamente nada, los cuerpos intermedios desaparecieron totalmente y se implantó el más férreo centralismo.

La nueva identidad creada a partir de la nación, no sólo serviría para cohesionar a los habitantes de un Estado y darles algo en común, sino que también generaría el sentimiento de pertenencia y su adhesión a una realidad común, más allá de las clases sociales, y de la que todos sin excepción formarían parte. Su identificación con la nación representada por una serie de símbolos generaría la llamada conciencia nacional, la cual despertaría en las masas el deseo de luchar y sacrificarse por ella.

Una vez esclarecida la definición vigente de nación, hay que establecer la distinción que esta tiene con la identidad, entendida ya no como una categoría histórica construida ad hoc por el hombre, sino como concepto que se sitúa en el plano de las realidades vivas de los pueblos.

La identidad no es más que aquello que define a un pueblo, es el pueblo en sí, con todo cuanto lo hace ser particular y diferente de cualquier otro, comprendiendo una serie de rasgos culturales, étnicos, religiosos, lingüísticos, etc... La identidad no se adquiere, es una herencia del pasado que proyectándose hacia el porvenir cobra entera actualidad en el presente. A diferencia de la nacionalidad que en la mayor parte de los países se puede conseguir residiendo en ellos durante un tiempo, o simplemente con haber nacido en aquel lugar, la identidad supone la pertenencia a una determinada comunidad, por lo que la base antropológica es profundamente social al cobrar dicha dimensión su primacía.

Asimismo la identidad está sometida al cambio, no es una realidad estática e inmutable, sino que evoluciona con el paso del tiempo. El impulso interior de los pueblos les lleva a desarrollar su personalidad en diferentes facetas de la vida humana, lo que implica un cambio y una evolución que se ve reflejada a posteriori en su identidad.

La identidad responde a un criterio inigualitario por el que no nacemos iguales, sino como miembros de una comunidad con unos rasgos y una identidad que hacen de ella algo específico y diferente. De igual modo, y en función de la identidad de cada comunidad o pueblo, la libertad es entendida de forma diferente por lo que todos no somos libres de la misma manera.

La problemática actual de lo que es la identidad y la nación parte de una inversión de los significados, llamando identidad a lo que es nación y nación a lo que es identidad. Por esto mismo nos encontramos con dos corrientes igualmente perjudiciales para los pueblos y que vamos a ir detallando a continuación.

Con la colonización cultural americano-occidental, la destrucción de la cohesión social fruto del individualismo y la desaparición de cualquier lazo comunitario, los pueblos, como consecuencia de la ideología liberal y del racionalismo imperante, han devenido en masa amorfa de consumidores que persiguen todo cuanto la publicidad les ofrece. No son miembros de una comunidad, son individuos que han perdido su dimensión social al pensar únicamente en sí mismos y en su utilidad, pero al mismo tiempo por haber desaparecido ese marco de referencia cultural que les proveía su respectiva comunidad.

La identidad es confundida premeditadamente por los pseudointelectuales del régimen y por los políticos con una clara intención: hacer pasar como propio a la sociedad algo que realmente no le pertenece. Esa identidad de la que nos hablan últimamente no es más que las estructuras políticas, jurídicas y económicas del actual sistema, que son precisamente las que sustentan a las oligarquías económicas que controlan el poder. La inspiración de esas mismas estructuras es el liberalismo, cuyos principios de sobra conocidos son sobre los que se asienta la explotación económica y la destrucción de las identidades de los pueblos. Es el revestimiento ideológico de los intereses de una clase.

Todas esas estructuras que articulan la nación y el sistema imperante son las que garantizan nuestro estilo y forma de vida (basado en el materialismo del mercado, no lo olvidemos); se nos dice que todo eso está en peligro por la existencia de grupos de radicales que quieren destruir nuestro modo de vida, según ellos basado en la igualdad, la libertad, la tolerancia, la democracia, los derechos humanos, etc... Y que por este motivo es preciso y necesario emprender en nombre de los valores de la civilización una lucha por la defensa de nuestra identidad, que no sólo se concreta en esos valores-ideas, sino también en nuestras instituciones y sistema político, aquel en el que la base del poder es el dinero. Para mantener todo esto es necesario afirmar esa pretendida identidad en todo el mundo, reivindicando para ello su superioridad moral con respecto a las formas de barbarismo que se encuentran fuera de la civilización, y que por tanto no responden al modelo cultural americanomorfo del mercado.

La defensa de estas estructuras y esta "identidad" es una cuestión fundamental para que el propio sistema desarrolle su aparato inmunológico frente a los flujos migratorios. De ahí que se insista tanto en la integración para que los foráneos no pongan en peligro las estructuras que sustentan a las elites económicas. Pero se trata sobre todo de concienciar a la sociedad e imbuirle de un sentido de pertenencia hacia esas estructuras, con el único fin de utilizarlas y movilizarlas a su antojo.

Así, los políticos cuando nos hablan de nuestra identidad y de su defensa no es más que para el mantenimiento de lo que tenemos, de lo que ya hay, para que su posición social y sus intereses no se vean en peligro. De igual manera cuando nos hablan de la extensión de la civilización no es más que la implantación a escala planetaria del sistema capitalista y la cultura del mercado.

Son las estructuras de poder que nos reducen a la mera condición de consumidores las que generan la correspondiente deshumanización en el hombre, la publicidad, el marketing, modas y demás establecen los cánones y pautas de conducta, como también una serie de valores que configuran una mentalidad concreta que responde al paradigma cultural hegemónico.

Pero por otro lado nos encontramos con aquellos que dicen defender también la identidad, pero que realmente dan claras muestras de infantilismo al reducir ésta al mero folklorismo; lejos de ser una realidad viva en los pueblos, esta pasa a ser algo que queda circunscrito a determinadas fechas y eventos, como parte de los festejos más o menos habituales dentro de una comunidad, en definitiva, se trata ya de una pieza de museo. Ha desaparecido la expresión viviente y específica de la identidad, y por tanto esta ya no existe, ha sido sustituida por la forma de vida comercial y sus valores, habiendo sido el mercado y la economía los encargados de neutralizar la propia identidad convirtiéndola en un artículo de consumo.

Finalmente ese folklorismo pasa a representar lo que para ciertos grupos es y significa la identidad, lo cual está muy alejado de la realidad. Más bien hay que afirmar, pese a todo, el hecho de que el pueblo se ha disuelto y convertido en masa por causa del colonialismo cultural y económico del capitalismo y de los EE.UU., máximo baluarte de la civilización Occidental y de la globalización. La cultura de los pueblos ha sido sustituida por la mentalidad que difunde el mercado con sus valores y forma de vida, y lo mismo tenemos que decir sobre el sentido de comunidad, pulverizado por el efecto devastador del individualismo.

El folklorismo no es otra cosa que un articulo de consumo más en nuestras sociedades, un vestigio acerca de cuál es nuestra identidad originaria que hoy se ha visto suplantada por la puramente económica. De todo esto se deriva lo inútil e insustancial que comienza a resultar un debate en torno a la identidad, ¿qué identidad?. No queda nada de nuestra identidad, la hemos perdido y es preciso reconquistarla, pero ello no es posible sin una revolución de los espíritus que libere a nuestras sociedades de la esclavitud del mercado.

Unos nos dirán que la identidad son las estructuras de poder vigentes, los valores que fundamentan las leyes y el sistema en conjunto, todo cuanto nos ofrece el mercado y el estilo de vida que nos ha implantado transformándonos en números dentro de masas amorfas movidas por la publicidad. Nos dirán que la identidad es lo que tenemos y que hay que preservarla frente a enemigos externos, y nos dirán esto porque eso a lo que llaman identidad es el entramado estructural que los sostiene en la cima del poder. Otros, por el contrario, se empeñan en reivindicar una identidad que no sólo no existe, sino que incluso carece de completa vigencia en el imaginario colectivo y es considerada como una pieza de museo más.

Frente a esta disyuntiva no hay más posibilidad que asumir que a día de hoy la identidad nace del esfuerzo y la lucha prolongada en el tiempo propia de toda labor de conquista. El contexto actual nos ofrece nuevas posibilidades a través de las que plasmar nuestra identidad en la historia bajo formas nuevas, recuperando así su vigencia y entera actualidad como realidad viva; pero es a su vez indispensable que para esto ocurra se de lugar una completa revolución espiritual que organice a las masas en pueblo y el caos en cosmos restaurando los principios imperecederos de la Tradición.

1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Sarkozy, amigo de España

8 de mayo de 2007, 10:48  

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